jueves, 17 de septiembre de 2009

La Habana, la fascinación fulgurante


Aquella tarde, al anochecer, descubrimos La Habana. Quique subió hasta la habitación para pedirme que le acompañara para buscar la calle P número 42, 3ºA. Él, a diferencia del resto, sí sabía a quién dejar la bolsa con medicinas que había preparado. Lalo también venía con nosotros. Antes de empezar a buscar la casa de una tal Ángela, una conocida de los padres de Quique, recorrimos el Malecón, donde mientras las olas chocan con fuerza contra las piedras, las jineteras regalan sus cuerpos a las sabandijas. Como palomas hambrientas que buscan unas migajas, lo mismo que hacen miles de cubanos día sí y día también, empezamos a perdernos entre las calles preguntándonos si estábamos seguros. En La Habana los perros apenas tienen árboles o faroles en las que apoyarse para mear y los habaneros no lo tienen menos fácil en una ciudad abandonada a su suerte. A cada paso, una piedra se despega del asfalto y se te mete entre las sandalias. Pero no pasa nada: en La Habana se va despacio. Sin apenas coches, ni semáforos, sólo queda caminar. Se deambula con parsimonia porque no hay nada que hacer, nada que comprar. Tan sólo queda escuchar las arengas del Comandante. Y por supuesto, se marcha despacio para no malgastar las energías. Así es La Habana por fuera. Por dentro, casas amuebladas con palés de madera que hacen las veces estantería y poco más. Así era la vivienda de aquella señora a la que Quique, con un trozo de papel en una mano y la bolsa en la otra, le preguntó si sabía llegar a la calle P número 42, 3ºA. Su respuesta fue dejar de racionar los frijoles y e el arroz, su única comida, lo único que comen y nos indicó cómo llegar. Como tres sombras en la penumbra llegamos al inmueble. Le daríamos a Ángela las medicinas, un sobre con cien dólares, lo que gana un cubano en un año, y ella sonreiría porque la suerte también le había sonreído. Entonces, nos daría las gracias y nos iríamos. O eso pensábamos. Golpeamos la puerta con los nudillos. Una vez. Dos veces. Tres veces. Nadie: sólo un perro que ladraba y arañaba la puerta con sus pezuñas. Después de caminar durante dos horas no había nadie. Lo único que pudimos hacer es meter el sobre con los cien dólares por debajo de la puerta. Aún me pregunto si el perro se los comió o Ángela solucionó su vida durante una buena temporada.

1 comentario:

  1. Aaaaanda esa historia me suena, jeje!! Pues al parecer Ángela encontró su dinero cuando llegó, o eso al menos le contó su 'enlace' en Logroño a mi madre. Del perro, eso sí, no se sabe nada. Joder, macho, me iba a meter a cotillear tu blog y felicitarte y todo eso, y me encuentro con esta historia que me ha hecho recordar un montón de cosas. Todas buenas, salvo aquel desvalijo de la habitación que nuestro buen Ricardo perpetró. Un fuerte abrazo amigo!! gracias por la hsitoria!

    Quique.

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